11 febrero 2009

Ingleses (de Bilbao a Portsmouth)




Querido Slobodan, el viaje en el Pride of Bilbao, según miremos más para Sancti Petri que Barbate, resultó razonablemente bien.

Salvo la madre de mis criaturas, el resto sucumbimos, mientras navegábamos el Golfo de Vizcaya, a los efectos de la mar de fondo y nos pasamos la mañana, salvo para ir a potar al aseo, adheridos a los catres de nuestro camarote. Sin embargo, apenas enfilamos, rumbo noreste, el canal de la Mancha, a la altura de la isla de Ouessant, esto fue nada. La mar de fondo cedió en su intensidad y fue en ese momento, puestos ya en pie, vacíos los estómagos, cuando tomamos conciencia de la auténtica esencia iniciática de nuestra travesía atlántica.

Hecha excepción de los magrebíes, que atestaban el barco y a quienes, por razones obvias, hay que echar de comer aparte, y de los que no me atrevo a decir nada por miedo a una posible represalia –ya se sabe: todo dios teme a los musulmanes-, los ingleses son seres extraños. Muy extraños. Y digo extraños, y me muerdo la lengua, por no decir algo que pudiera molestar a mis primos políticos de Londres -Ana, Aleks, Brian y Oscar-, de quienes espero, en cualquier caso, que no lean jamás esta boutade.

En fin, que, restregándonos los ojos y tratando de guardar en lo posible el equilibrio, Martín, Marina y yo conseguimos abandonar la penetrante acritud del camarote y echamos a caminar por los largos pasillos, la sauna, la piscina, restaurantes y bares, el self-service, el casino, la cubierta… atestados de ingleses. Ingleses, ingleses y más ingleses en una orgía inesperada de culos desmesurados y pendientes dorados, de antiguos tatuajes y de bochas inmensas, de pezuñas desinhibidas e hinchadas sobre mesas y sillas, de eructos contra el viento oceano. Ingleses de todas las edades felices ante la neta realidad de su plato de patatas fritas con mahonesa y su gigantesco café imbebible. Octogenarios frondosos como manatíes compartiendo tintorro mientras escudriñaban la lontananza atlántica y jóvenes calvos tatuados y BBWomen con la tripa colgando haciendo acopio de pintas de cerveza cuando el bar amenazaba con cerrar porque ya se avistaba la fangosa bahía de un inhóspito Portsmouth, ventoso y húmedo. Risotadas gumarras ungidas en la grasa de un imperio acabado y huestes borrachas y chips and fish and bellyaches levitando por siempre sobre una alfombra mágica (calcetines+sandalias). Parecía que Rutger Hauer iba a asomar su cabeza entre las nubes para explicarnos en qué consistía la soledad del cosmos.

Y sé de sobras, compadre Dragutinovic, que, conduciendo por la izquierda, pagando en libras o sublimando la poesía del horizonte en millas, y siempre más horteras que Camela, deberían resultarnos más previsibles estos ingleses, pero no. Yo sigo sin explicarme cómo esta gente, ocupando el sajón una gran parte de mi horizonte cultural, me pareció en aquella travesía cenutrios tan exóticos. Y apenas duermo bien desde aquel día. Ahora, cada noche, apenas satisfago el mínimo de horas de sueño para no morir de un infarto al día siguiente, me despierto sobresaltado y, mientras mi chica duerme ajena a mi night watch, veo en las paredes de mi dormitorio escenas solapadas del imperio británico y cómo se convierte en ruinas mi mundo cultural.

God, help me if you can, i'm feeling down...
M
¿Son Richard Hamilton y Francis Bacon, William Blake y Aldous Huxley, el galés Dylan Thomas, Virginia Woolf y todos los de Bloomsbury, y Alan Sillitoe, John Keats, el divino Oscar Wilde de Reading Goal, Julian Barnes, el Ian McEwan que husmea en el coño de la existencia en Chesil Beach, el cadáver reciente Harold Pinter, el evermod Paul Weller, la zorra Ziggy Stardust, el poeta Costello, el dulce Robert Wyatt y el bello David Sylvian, Brian Ferry, Thom Yorke, Robert Fripp... estos mismos ingleses que los que arribaron con nosotros, borrachos como cerdos, a la bahía de Portsmouth?

...help me get my feet back on the ground, won't you please, please, help me, help me.

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